miércoles, 9 de mayo de 2012

EL HOMBRE




¿De dónde venimos, para dónde vamos, quienes somos?

No son preguntas banales. De la respuesta que demos a estos interrogantes tendremos conciencia de nuestros límites, tomaremos decisiones pequeñas y grandes, escogeremos una forma particular de relacionarnos unos con otros y con el mundo, aceptaremos la responsabilidad por nuestras vidas o renunciaremos a construir las reglas de nuestro comportamiento. 

En esta sociedad individualista, tenemos hoy día la errónea impresión de que somos individuos limitados a nuestra propia conciencia o espíritu o como se llame. La historia nos muestra que en realidad cada uno de nosotros somos una serie de relaciones históricamente  construidas y siempre cambiantes y que no existe una única manera de ser hombre.

Tratando de entender qué implicaciones trae la idea de que el hombre es un ser creado por Dios a su imagen y semejanza, pero a la vez un ser caído, la reflexión filosófica ha dado muchas vueltas.

En primer lugar nos admiramos de nosotros mismos. De nuestras principales creaciones que son la ciencia y la técnica. Tanto nos enorgullecen que  a veces nos creemos dioses nosotros mismos.

También tomamos conciencia de la importancia de asumir nuestra libertad y a abandonar la minoría de edad para cambiar radicalmente. Nos sentimos llamados a renacer, romper los límites de lo establecido, correr riesgos, como, entre otras cosas, nos pide el evangelio.

En  la filosofía clásica del universo, cada cosa ocupa un lugar establecido en una jerarquía donde cada cosa está determinada, a excepción del hombre, quien resulta ser el ser inacabado. El hombre no tiene identidad, la construye. El cristianismo nos dice que hombre puede y debe aceptar la dignidad de hijo de Dios que El le ofrece gratuitamente.

Somos sin duda seres capaces de construirnos y autodeterminarnos; de obedecer voluntariamente y de franquear los límites del pasado. 

Sin duda la conciencia de nuestra finitud nos hizo caer en la tentación de pensar el alma como una sustancia, un ente separado del cuerpo.  Tenemos necesidad de creer que, al menos algo de nosotros no termina con  la muerte. Es ese miedo a la nada, a caer en el vacío lo que llevó en el pasado a especulaciones y a mitologías sin sentido.

En todo caso, con las herramientas que nos proporcionan los sentidos y la experiencia del más acá difícilmente podremos llegar a un conocimiento del más allá. En el intento a veces caemos en discusiones bizantinas que nunca llegarán a lo que de por sí está lejos de nuestro alcance, en otra dimensión.

Que el hombre es un cuerpo material y que el pensamiento está conformado por impulsos eléctricos y el amor  por  sustancias químicas, es innegable. Aunque no podríamos decir que son solo eso.  En un mundo materialista tenemos la tentación de creer que todo es materia, energía, impulsos eléctricos…azar…pero los conceptos de la física y la química no pueden abarcar los hechos del espíritu.

La verdad sobre lo que somos solo puede provenir de la fe o mejor, de la confianza. Del conocimiento que surge de la experiencia de Dios y la unión con quienes nos han precedido en su conocimiento. De una vivencia de amor más que de un razonamiento. De la revelación. Y cuando hablo de verdad me refiero no a algo demostrable científicamente sino a una creencia operativa y que funciona en la vida concreta de todos los días.

El hecho mismo de que nos preguntemos por el sentido de la existencia, de que anhelemos el bien, la verdad, la belleza mientras caminamos en un mundo donde reinan el dolor y la sombra y nos dirigimos certeramente hacia nuestra propia muerte, prueba que, con los ojos del espíritu vislumbramos otras realidades y nos dejamos guiar por la intuición de un destino eterno.

Jesús nos prometió resurrección. Vida después de la vida. Creemos eso porque da sentido a nuestra vida de aquí y ahora. Pero no sabemos cómo será. Confiamos que él nos llevará de su mano y nos tendrá lista una habitación en su morada … que esas intuiciones de felicidad que tenemos, al final de nuestra vida se harán realidad en un estado de plenitud que por ahora no podemos siquiera imaginar.