¿De dónde venimos,
para dónde vamos, quienes somos?
No son preguntas banales. De
la respuesta que demos a estos interrogantes tendremos conciencia de nuestros
límites, tomaremos decisiones pequeñas y grandes, escogeremos una forma
particular de relacionarnos unos con otros y con el mundo, aceptaremos la
responsabilidad por nuestras vidas o renunciaremos a construir las reglas de
nuestro comportamiento.
En esta sociedad
individualista, tenemos hoy día la errónea impresión de que somos individuos
limitados a nuestra propia conciencia o espíritu o como se llame. La historia
nos muestra que en realidad cada uno de nosotros somos una serie de relaciones
históricamente construidas y siempre
cambiantes y que no existe una única manera de ser hombre.
Tratando de entender qué implicaciones trae la idea de que el hombre es un ser creado por Dios a su imagen y semejanza, pero a la vez un ser caído, la reflexión filosófica ha dado muchas vueltas.
En primer lugar nos admiramos
de nosotros mismos. De nuestras principales creaciones que son la ciencia y la
técnica. Tanto nos enorgullecen que a
veces nos creemos dioses nosotros mismos.
También tomamos conciencia de
la importancia de asumir nuestra libertad y a abandonar la minoría de edad para
cambiar radicalmente. Nos sentimos llamados a renacer, romper los límites de lo
establecido, correr riesgos, como, entre otras cosas, nos pide el evangelio.
En la
filosofía clásica del universo, cada cosa ocupa un lugar establecido en una
jerarquía donde cada cosa está determinada, a excepción del hombre, quien
resulta ser el ser inacabado. El hombre no tiene identidad, la construye. El cristianismo nos dice que hombre puede y debe aceptar la dignidad de hijo de
Dios que El le ofrece gratuitamente.
Somos sin duda seres capaces de construirnos y
autodeterminarnos; de obedecer voluntariamente y de franquear los límites del
pasado.
Sin duda la
conciencia de nuestra finitud nos hizo caer en la tentación de pensar el alma
como una sustancia, un ente separado del cuerpo. Tenemos necesidad de creer que, al menos algo
de nosotros no termina con la muerte. Es
ese miedo a la nada, a caer en el vacío lo que llevó en el pasado a
especulaciones y a mitologías sin sentido.
En todo
caso, con las herramientas que nos proporcionan los sentidos y la experiencia
del más acá difícilmente podremos llegar a un conocimiento del más allá. En el
intento a veces caemos en discusiones bizantinas que nunca llegarán a lo que de
por sí está lejos de nuestro alcance, en otra dimensión.
Que el
hombre es un cuerpo material y que el pensamiento está conformado por impulsos
eléctricos y el amor por sustancias químicas, es innegable. Aunque no
podríamos decir que son solo eso. En un
mundo materialista tenemos la tentación de creer que todo es materia, energía,
impulsos eléctricos…azar…pero los conceptos de la física y la química no pueden
abarcar los hechos del espíritu.
La verdad
sobre lo que somos solo puede provenir de la fe o mejor, de la confianza. Del
conocimiento que surge de la experiencia de Dios y la unión con quienes nos han
precedido en su conocimiento. De una vivencia de amor más que de un
razonamiento. De la revelación. Y cuando hablo de verdad me refiero no a algo demostrable científicamente sino a una
creencia operativa y que funciona en la vida concreta de todos los días.
El hecho
mismo de que nos preguntemos por el sentido de la existencia, de que anhelemos
el bien, la verdad, la belleza mientras caminamos en un mundo donde reinan el
dolor y la sombra y nos dirigimos certeramente hacia nuestra propia muerte, prueba que, con los ojos del espíritu
vislumbramos otras realidades y nos dejamos guiar por la intuición de un
destino eterno.
Jesús nos
prometió resurrección. Vida después de la vida. Creemos eso porque da sentido a
nuestra vida de aquí y ahora. Pero no sabemos cómo será. Confiamos que él nos llevará de su mano y nos tendrá lista una
habitación en su morada … que esas intuiciones de felicidad que tenemos, al
final de nuestra vida se harán realidad en un estado de plenitud que por ahora
no podemos siquiera imaginar.
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