FUNERALES
Ayer fue el funeral de Richard.
Familia unida, niños cariño por ese joven que se fue
prematuramente, aceptación de un final que se avizoraba y, dado el nivel de
sufrimiento del que habían sido testigos, se deseaba. Ya era suficiente, ya era
hora de decir adiós.
Esa mañana me despertó una llamada de Richard. Era su celular,
era su foto pero por él hablaba su madre. Que se había ido, que ya había dejado
de sufrir. En el salón de velación unas cuántas personas vestidas de negro la
mayor parte, tristes, pero no desesperadas, tristes, pero con el consuelo de
saberse juntos y de haber dado compañía, apoyo y cuidados a ese hijo, hermano,
tío que yacía ahí, pálido, inmóvil, pacífico… o yacía allí su cuerpo, porque su
espíritu, que también estaba allí, ya no estaba atado a ese cuerpo donde el
caos había ganado la batalla a su deseo de vivir.
El ataúd estaba abierto. Ofreciendo lo que podía, su imagen,
Richard decía adiós. Las chicas acariciaban ese cuerpo por encima de la
cubierta trasparente… el contacto a través de unos pocos centímetros, la unión
que no termina de romperse, el adiós definitivo.
Rezamos un padrenuestro y nos despedimos también de este
muchacho a quien en vida no llegamos a conocer sino por referencias. Un buen
hijo. Un buen hermano, un buen hombre.
En este mismo sitio estuvimos hace unos cuantos meses en
otro funeral muy distinto. El difunto solo, inmensamente solo. Quienes lo
acompañaron en sus días finales aliviados, ausentes, pensando en sus propios
asuntos y en peleas no resueltas. Llegaron otros familiares haciendo reclamos,
tratando de cumplir con el ritual de despedida de alguien que hacía mucho
tiempo se había ido y cuyo cuerpo estaba ahí. El envejecimiento en algunos
casos desnuda nuestros defectos, nuestros errores, nuestras debilidades. Solo
el amor puede hacer el milagro de mirar lo bueno, de perdonar, de cubrir con un
manto de olvido aquello que no estuvo bien. Cuando el amor falta, emergen con
crudeza todo aquellos que se quiso ocultar y del difunto solo queda la triste
imagen de un hombre derrotado y vencido por sus debilidades.
Y recuerdo también el funeral de un niño que murió porque salió corriendo y se atravesó una avenida. Murió en su ley porque, como dijo su madre, siempre hizo lo que quería hacer. Se pasaron videos del chico jugando, se pudieron los videojuegos que le gustaban, se cubrió el féretro con peluches y juguetes y la atmósfera pretendía recrear un momento cualquiera de la vida del chico, juegos, amiguitos, comida, disfrute de juegos… nadie lloraba, nadie expresó tristeza, era una negación total de la muerte y de la trascendencia de este día, el día final, donde nos enfrentamos con nuestra realidad, con quienes somos, con qué hemos hecho de nuestras vidas. Este niño, y su madre a través de él, quisieron dejar el mensaje de que lo prioritario es hacer, en cada momento, lo que uno quiere hacer, disfrutar, jugar, y , si se me antoja tirarme a la avenida hacerlo porque de esto se trata la vida, de romper todos los límites, de buscar la emoción de un instante, aunque nos cueste la vida…
Funerales de personas comunes.
Pero, ¿qué ocurre si el fallecido es un personaje importante
como el expresidente de la República
Francesa Valéry Giscard d'Estaing que hace poco falleció por causa del
covid , o, Diego Maradona, el astro del fútbol que falleció como consecuencia
de su ya antiguo deterioro?
En ambos
casos, a pesar de que la prensa destaca sus logros y los gobiernos les rinden
homenajes, finalmente son despedidos como Richard, como la mayoría, en ceremonia íntima, con la presencia de
no más de 30 personas: sus familiares y personas más cercanas.
En fin, quedan los interrogantes: ¿quién queremos que estén ahí a la hora de nuestra muerte?, ¿quiénes querrían estar ahí para despedirnos?¿qué se diría de nosotros?, ¿cómo se leería el mensaje de ese último acto de nuestra existencia ?