Al comienzo
el reto fue el de actuar según mi propio criterio en contra de lo acostumbrado.
El de pensar por mi cuenta y decidir cómo quería vivir. Cada pequeña cosa,
desde el vestido, la comida, qué gustar y qué no gustar. A qué apuntarle y a
que no. Claro que decidir por algo no necesariamente era tenerlo, sino luchar
por ello.
Hay un
conflicto evidente entre la noción de libertad como algo positivo, en realidad
como la condición necesaria del hombre, y la noción de pecado según el mito
bíblico de Adán y Eva. Dice Erich Fromm:
“El mito
identifica el comienzo de la historia humana como un acto de elección, pero acentúa
singularmente el carácter pecaminoso de ese primer acto libre y el sufrimiento
que origina. Hombre y mujer viven en el jardín edénico en completa armonía
entre sí y con la naturaleza. Hay paz y
no existe la necesidad de trabajar; tampoco de elegir entre alternativas; no
hay libertad ni tampoco pensamiento. Le está prohibido al hombre comer del árbol
de la ciencia del bien y del mal: pero obra contra la orden divina, rompe y
supera el estado de armonía con la naturaleza de la que forma parte sin
trascenderla. Desde el punto de vista de la Iglesia, que representa la autoridad,
este hecho constituye fundamentalmente un pecado. Pero desde el punto de vista
del hombre se trata del comienzo de la libertad humana. Obrar contra las
órdenes de Dios significa libertarse de la coerción, emerger de la existencia
inconsciente de la vida prehumana para elevarse al nivel humano. Obrar contra
el mandamiento de la autoridad, cometer el pecado es, en su aspecto positivo,
el primer acto de libertad, es decir, el primer acto humano.” E. F. Miedo a la Libertad
Creí en el
valor de experimentar algunas cosas. Tuve la posibilidad de hacerlas para decidir si me
gustaban o no, si valían la pena o no. Opciones cerradas desde el comienzo, porque
son un mal evidente, siempre hubo y las habrá.
La primera de las decisiones fue por la vida y la felicidad. Y por la
libertad de pensamiento.
Pero la vida
se encarga de, una vez trazado el camino y puesto en marcha el tren, colgarle a
uno las cadenas de la inercia. Hay que
llegar al final, cumplir esa primera meta: trabajar, asegurar la supervivencia,
fundar una familia, poner los hijos también sobre los rieles y darles el primer
empujón. Y luego…la libertad absoluta del pensionado.
Se ve uno lanzado a la libertad. Sin
obligaciones, sin rutina, debe inventarse la vida desde cero. ¿Quién es uno al
fin y al cabo? ¿Qué quiere hacer? Porque solo por un tiempo puede uno saborear
la sensación de no tener nada que hacer, de poderse quedar mirando al cielo, de
salir a vagabundear por ahí, sin rumbo. Porque al fin y al cabo hay que
escribir nuevamente una historia, un nuevo capítulo, quizás el último y más
significativo de la vida, el que va a dar el toque final y nos lanzará a la
eternidad.
Ahí voy trazando el rumbo, haciendo
inventarios, calculando tiempos y diseñando sueños, aventuras, bebiendo la copa
de la vida siempre nueva.
Pero por otra parte, no dejo de sentir que:
“ Hay tan
solo una solución creadora posible que pueda fundamentar las relaciones entre
el hombre individualizado y el mundo: su solidaridad activa con todos los
hombres, y su actividad, trabajo y amor espontáneos, capaces de volverlo a unir
con el mundo, no ya por medio de los vínculos primarios, sino salvando su
carácter de individuo libre e independiente. Por otra parte, si las condiciones
económicas, sociales y políticas de las que depende todo el proceso de
individuación humana, no ofrecen una base para la realización de la
individualidad, en tanto que, al propio tiempo se priva a los individuos de
aquellos vínculos que le otorgaban seguridad, la libertad se transforma en una
carga insoportable”.
Me siento como Adán, poniéndole nombre
a todo. Buscando como una náufraga alguien con quien compartir esta nueva
creación. Un interlocutor como ese muñeco Wilson, cabeza de balón de volibol,
único amigo de Tom Hanks en la película El
náufrago.
Él, Tom Hanks, en el inmenso océano, yo
en el medio de las multitudes que avanzan por la acera de la calle 72 en Bogotá,
Colombia. Y no deja de darme miedo. Es el miedo a la libertad.
Perdida entre la marea humana,
consciente de las fuerzas irracionales e inconscientes que determinan parte de
mi propia conducta como la de todos… sin nada a qué aferrarme, sin un puerto a
la vista, ¿cómo podría no tener miedo?